jueves, 10 de febrero de 2011

Reaparicion

El Doctor Juan Carlos Bauleo acomoda su sombrero en la mesita del Richmond, un Sábado a la tardecita, y pide un café cortado sin azúcar.
Impecable. Su traje color tiza parece haber salido de la tintorería hace segundos, y sus zapatos marrón brillante haciendo juego completan un cuadro imposible de dejar de admirar.
Y ni hablar de la prestancia con la que los lleva.
El Doctor Bauleo es la envidia de todos los viejos “de posición” que pisan el mismo bar que él. Usa dos costosos anillos en su mano izquierda, lo cual, además de acentuar su status social, denotan toda la elegancia con la que es capaz de moverse ante extraños, en público.
Sentado de costado a la mesa del café, con el codo apoyado en ella y el antebrazo levemente tirado hacia atrás; los ojos escondidos detrás de unos anteojos oscuros que usa aún de noche, el Doctor Juan Carlos Bauleo es, en sí mismo, todo un personaje; una mezcla de modales exagerados y cierto amaneramiento que hace las delicias de los mozos que le sirven su café cortado sin azúcar desde hace una semana, en la misma mesa, cerca de la puerta, ahí en el Richmond.
Desde hace una semana. Desde hace poco, si se tiene en cuenta que el doctor llevaba sin pisar el bar dos años y unos meses.

-Doctor! Cómo le va? Tanto tiempo perdido…!- es la frase que usa cada uno de los dependientes que ha vuelto a verlo después de su extraña desaparición.
Él se limita a asentir con una sonrisa, y a abanicar suavemente los dedos en el aire, como realizando un pase de magia que desvanece en el acto a quien se atreve a molestarlo, sumido como está en sus pensamientos.
El Doctor Bauleo está en el Richmond nuevamente. Y si el doctor está en el Richmond, es por una única razón.
Al Richmond suelen acercarse las prostitutas más caras de la ciudad. Y el Doctor Bauleo suele frecuentarlas con asiduidad. O solía, cuando iba diariamente.
Sobre todo a las más caras.

Mientras tanto, las charlas vienen y van de mesa en mesa; los clientes cambian de tema a cada rato, y podría decirse que todos son bastante interesantes, pero nada parece entusiasmar lo suficiente a este pintoresco personaje, que sigue reconcentrado, abstraído en un punto, allá en el infinito.
Hasta el misimísimo momento en que en la puerta se ve la armónica, graciosa y, para muchos, inolvidable figura de Giselle.
Giselle tiene 26 años, y un cuerpo de adolescente que impresionaría hasta a las piedras. Viste con muchísima elegancia, y camina con ritmo y con soltura.
Giselle haría resucitar a Lázaro diez veces y una más, y ella bien lo sabe.
Diez veces y una más.
El Doctor Bauleo ya ha puesto el dedo índice sobre el marco de oro de sus gafas, y va bajándolas suavemente hasta que sus ojos azules de cazador con experiencia van quedando al descubierto, posándose sobre la presa, la elegida de esa tarde.
Giselle.

-Si me permite, señorita, me agradaría invitarla a tomar un café…- le susurra el doctor, tomándola con suavidad de la muñeca cuando ella pasa rozándolo con su vestido azul de seda.
-Si me permite señor, que estoy muy ocupada y no va a poder ser.”-
La regla de oro de Giselle. No sos prostituta mientras vos no quieras serlo.
La decepción del doctor Bauleo es casi imperceptible. Se ha vuelto a calzar bien sus anteojos oscuros y ha recompuesto su traje color tiza. Ya está sentado como el gentleman que es, y ya está sorbiendo un nuevo café cortado sin azúcar, con la impasividad y la elegencia que lo caracterizan.
Que no ha pasado nada.
Sin embargo, él sabe que sí ha pasado. Ha pasado Giselle.
Juan Carlos Bauleo apura finalmente el último sorbo del café cortado, y va a levantarse para irse, cuando Giselle pasa nuevamente por su mesa, dejando caer como al descuido una tarjeta de publicidad del Richmond, con un teléfono y una dirección escritos en el dorso.
Y se pierde en la marea infinita de gente, ya en la noche cordobesa.

-Setecientos pesos la noche entera. Y cien más si salimos a cenar- escucha el doctor al otro lado de la línea, media hora más tarde.
-Un poco exagerado de tu parte, pero por mí no hay problema, está muy bien- alcanza a contestarle apresurado. -Paso por tu casa en dos horas-
Eso. Ya está.

Son las 23:30. La hora exacta en que el doctor dijo que estaría ahí. Y está. Ya suena el portero. Es él.
A Giselle le gustan esos gestos.
La chicharra suena, y la puerta del edificio se abre, dejando pasar al Doctor Juan Carlos Bauleo, que sube al 5 “C” y golpea suavemente.

-Pasá, me estoy terminando de vestir- grita Giselle desde su dormitorio.

Mientras tanto, en el living comedor, adornado con sencillez pero con gusto, el doctor ya se ha calzado suavemente y con tranquilidad los guantes de látex de médico cardiólogo, y ha sacado de su maletín un bisturí del 24, un separador y algún que otro material de disección.
Por las dudas.
Y ya ha caminado hacia el dormitorio, en donde Giselle se da un último retoque con el rimmel.

-Che, y el doctor amanerado? Ausente sin aviso? – preguntará algún cliente ese Lunes por la tarde.
-Ni idea. Creo que se fue a Uruguay o a Chile ayer, no estoy seguro, no me supieron decir bien.- responderá al pasar un mozo.

A Giselle nadie la extrañará.

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